(Dos de) Diez errores históricos sobre España que (casi) todo el mundo comete a diario

7.º A Napoleón no le derrotaron los guerrilleros

Napoleón Bonaparte revisó desde su exilio en Santa Elena los errores que habían provocado su fracaso militar: «Todas las circunstancias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal; la guerra de España destruyó mi reputación en Europa, enmarañó mis dificultades, y abrió una escuela para los soldados ingleses. Fui yo quien formó al Ejército británico en la Península».

La guerra en España costó 110.000 bajas a los franceses, según los trabajos de Jean Houdaille, a los que hay que añadir en torno a 60.000 muertos de las tropas aliadas que acompañaron la invasión. Una catástrofe militar que fue denominada como la «úlcera española» de Napoleón, y que junto a la «hemorragia rusa» llevaron al colapso del imperio galo.
Una imagen que solo corresponde a la primera fase del conflicto, cuando los españoles debieron improvisar absolutamente todo debido a que buena parte de sus tropas estaban en Dinamarca

En el imaginario popular ha quedado plasmada la imagen de los guerrilleros españoles, mal armados y peor equipados, combatiendo a los franceses con tácticas de guerra no convencional. Una imagen que solo corresponde a la primera fase del conflicto, cuando los españoles debieron improvisar absolutamente todo debido a que una parte importante de sus tropas estaban en Dinamarca.

Con ayuda inglesa, los españoles fueron capaces de armar ejércitos y aguantar seis años de guerra, siendo el único país de Europa que fue capaz de algo así. En otros países europeos hubo guerras similares, pero alternada con varios años de rearme y de paz. En España no hubo pausa y se vivieron grandes batallas campales como la de Bailén (el 19 de julio de 1808), que supuso la primera derrota en campo abierto de la historia del ejército napoleónico. En julio de 1812 se produjo la derrota francesa de Arapiles y en junio de 1813 la de Vitoria.

Luis Sorando Muzas, autor del libro «El Ejército español de José Napoleón» (Desperta Ferro), considera un mito la imagen del guerrillero con trabuco al hombro pateando durante años los peñascos castellanos: «Figuras como Juan Martín Díez, llamado “el Empecinado”, tenían varios regimientos a su disposición, perfectamente uniformados y adiestrados, aunque ciertamente sin una base fija. El guerrillero típico no existió una vez los ingleses tomaron Andalucía. A partir de entonces quedaron unidades formadas por guerrillas, sí, pero no en un sentido literal. 200 jinetes no eran una guerrilla».

Al respecto del peso de los ingleses en la guerra, Sorando Muzas asegura que, si bien los británicos inclinaron la balanza, «no fueron tan imprescindibles como se nos ha contado. En la mayoría de partes de la Península solo hubo asistencia material, no tropas como tal. Únicamente en la zona de Extremadura hubo tropas ingleses».

10.º No fue un golpe franquista

Es bastante habitual referirse al Golpe de Estado que sufrió la Segunda República en julio de 1936, inicio de la Guerra Civil, como «golpe franquista» y al bando de militares sublevados como de «franquistas». Se trata de un error nacido de estudiar el pasado desde el presente, desde el conocimiento de que a largo plazo sería el general gallego quien se hizo con el control de los militares sublevados. La realidad, sin embargo, es que Franco no dedidió tomar partido en el pronunciamiento hasta el último momento y que no lo hizo como su líder.

Emilio Mola, que ejerció como director del golpe militar del 18 de julio, y José Sanjurjo, llamado a ser el líder de aquel bando, lograron solo el apoyo de cuatro de los 24 generales principales del país. La rebelión estuvo respalada, en el plano de la jefatura activa, por el director general de Carabineros, Queipo de Llano, republicano y consuegro de Alcalá-Zamora; por dos generales de brigada con mando, Goded y Mola, y por dos generales de división con mando, Cabanellas y Franco.

Su posición, su popularidad y su creciente prestigio en el Ejército convirtieron a Franco en una pieza fundamental a ojos de Sanjurjo, que se desesperó ante la ambigüedad del general de división y pronunció su famoso quejido: «Franquito es un cuquito que va a lo suyito».

Sería la temprana desaparición de Sanjurjo y Goded y la posterior muerte de Mola lo que allanaron el camino a que Franco, que inició el golpe al grito de «¡Viva España!» y «¡Viva la República», se hiciera con el control único en su bando y fuera estableciendo las líneas maestras de lo que iba a ser su régimen dictatorial. No obstante, Miguel Cabanellas, presidente de la Junta de Burgos por ser el general decano, señaló al resto de mandos sublevados el peligro a largo plazo de entregarle el mando a Franco, que había servido en sus filas en África:

«Ustedes no saben lo que han hecho, porque no le conocen como yo, que le tuve a mis órdenes en el ejército de África [...]. Si, como quieren, va a dársele en estos momentos España, va a creerse que es suya y no dejará que nadie le sustituya en la guerra ni después de ella, hasta su muerte».
Otro error muy común es pensar que todos los militares levantados contra la Segunda República lo hicieron con la idea de establecer una dictadura de corte fascista.

Otro error muy común es pensar que todos los militares levantados contra la Segunda República lo hicieron con la idea de establecer una dictadura de corte fascista, lo cual es un disparate si se tiene en cuenta que al principio del conflicto la Falange era un partido minoritario y con pocos seguidores en el Ejército. El plan original de buena parte de los golpistas era teóricamente republicano y antiizquierdista, de manera que algunos pensaban en establecer una república autoritaria hasta que se estabilizaran las cosas. Sin ir más lejos, Queipo de Llano era republicano y consuegro de Alcalá-Zamora; Miguel Cabanellas, liberal y masón; Sanjurjo, monárquico, y Franco había rechazado meterse en política de forma reiterada.

Incluso un antiguo monárquico conservador como Franco era favorable a respetar el sistema republicano, incluida la separación de Iglesia y Estado. Como señala Stanley G. Payne en su libro «La revolución española: 1936-1939» (Espasa), el militar era «partidario de realizar un viraje más autoritario, seguido de una consulta amplia para determinar el carácter definitivo del régimen». Sin embargo, una vez que tomó el poder ya no lo volvió a soltar.

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