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Generación friki: ¿el hombre del futuro? RODRIGO AGULLÓ

(actualisé le )

En España se les conoce como frikis, en inglés como geeks, en japonés como otakus. Tal vez tengamos ante nuestros ojos al prototipo de hombre del futuro. Son los hijos integrales de la posmodernidad, las primeras generaciones enteramente formadas en los valores del consumo y del Mercado. Son el producto humano de una cultura del simulacro y de la falta de trascendencia. Más allá de la curiosidad anecdótica o del menosprecio, forman ya una especie cuyos significados conviene indagar.

"El desierto crece", decía Nietzsche…

28 de abril de 2010

RODRIGO AGULLÓ

En España se les conoce como frikis, en inglés como geeks, en japonés como otakus. Tal vez tengamos ante nuestros ojos al prototipo de hombre del futuro. Son los hijos integrales de la posmodernidad, las primeras generaciones enteramente formadas en los valores del consumo y del Mercado. Son el producto humano de una cultura del simulacro y de la falta de trascendencia. Más allá de la curiosidad anecdótica o del menosprecio, forman ya una especie cuyos significados conviene indagar.
El término friki (del inglés freak, extraño) se refiere normalmente a personas de apariencias y comportamientos extravagantes, obsesionadas con un tema o hobby del que derivan toda una forma o estilo de vida. En los casos más extremos se trata de sujetos estrafalarios, con intereses infantiles y/o inmaduros, mentalmente instalados en mundos imaginarios y realidades virtuales, y con dificultades para una socialización normal fuera de los círculos que comparten su obsesión.

El fenómeno comenzó como una especie de subcultura adolescente de consumidores de comics manga, películas y series de ciencia-ficción, videojuegos, dibujos animados, juegos de rol, fanzines, libros, muñecos, productos derivados y todo género de pacotillas de universos de ficción. Un fenómeno que arrancó en los años ochenta, y que hoy constituye un mercado colosal extendido en forma “viral” o de red a todo el mundo. A primera vista, puede parecer un fenómeno tan grotesco como inocuo, una moda u opción más dentro de la vasta panoplia de productos lúdicos a través de los cuales el mercado va integrando a los más jóvenes en la religión del consumo.

El problema empieza al constatar que muchos de los adeptos al culto friki no sólo no son tan jóvenes, sino que ya peinan canas. Y al comprobar que hay adolescentes que, una vez sumergidos en ese universo autista, tienen amplias posibilidades de no terminar de salir de él, o bien de no dejar nunca de ser adolescentes. De cualquier forma, en esos casos extremos el resultado final es una persona diferente, una persona cuyas facultades de percepción de la realidad se han visto distorsionadas. Es en Japón —ese “laboratorio de la posmodernidad”, según el sociólogo Michel Maffesoli— donde el fenómeno se manifiesta en su forma más siniestra: esos adolescentes que echan el cerrojo de su habitación, y que se recluyen de por vida en su mundo virtual de videojuegos y de Internet. Y es en Japón donde se ha propuesto una definición que recoge todos los aspectos patológicos del otaku: “personas cuya percepción visual ha mutado”, o “nueva categoría de individuos que se han adaptado a la sociedad de alto consumo”.

Porque este es el quid de la cuestión: el friki/otaku es un individuo normalizado, un individuo plenamente adaptado a la nueva sociedad de consumo. Y éste es el momento en que el “fenómeno friki” pasa de ser una anécdota a convertirse en pasto del análisis de sociólogos y filósofos. En la cultura otaku —señala el filósofo japonés Hiroki Azuma— aparecen claramente dos elementos fundamentales de la sociedad postmoderna: la generalización de los simulacros y el declive de los grandes relatos.[1] Dos elementos que, al unirse a fenómenos colindantes tales como el fin de toda idea de trascendencia y la generalización del hiperconsumo, vienen a conformar toda esa nebulosa que ha venido en llamarse posmodernidad. En realidad, todo lo esencial de nuestra época postmoderna viene a condensarse en el arquetipo del friki.

La esencia de la posmodernidad es, como se ha señalado hasta la saciedad, el eclipse de esos grandes relatos que, a partir de explicaciones omnicomprensivas (Dios, Patria, Progreso, Revolución, etc.), conferían un sentido a la vida. Ridiculizados y vaciados de significado todos los referentes, la posmodernidad puede definirse como la época del eclipse total del sentido.

Ahora bien, el ser humano no puede tolerar el horror vacui de la ausencia de sentido. El ser del hombre requiere imperativamente un territorio de pertenencia simbólica. ¿Qué hacer una vez que los polos de referencia tradicionales (la autoridad divina, la autoridad del Padre, el culto a la Patria o a la Idea) han desaparecido del horizonte? Es aquí donde entra el Mercado. Las tribus “frikis” alivian ese vacío mediante su inmersión en un universo de micro relatos de ficción suministrados por el Mercado. Una búsqueda desesperada de sentido, que es también una huída de la realidad.

El crimen perfecto

El universo friki es un producto depurado de la cultura de masas del capitalismo total. Y viene a corroborar una de las intuiciones más célebres del gurú de la posmodernidad, el filósofo Jean Baudrillard, cuando anunció hace décadas lo que llamó el “crimen perfecto”: el asesinato de la realidad. Según Baudrillard, en la cultura postmoderna la realidad es reemplazada por los modos de representación culturales que “simulan” la realidad. Y en otra vuelta de tuerca, esas simulaciones dejan a su vez de representar la realidad, para pasar a remitirse a ellas entre sí. Un universo virtual, que se sobrepone al universo real al igual que el mapa del cuento de Borges alcanzaba a cubrir todo el planeta.

En esta forma de producción cultural, la distinción copia/original pierde su sentido, puesto que las copias ya no reenvían a ningún original, y mucho menos a la realidad. Todo se difumina en simulacros: derivados, fragmentos y parodias de productos que a su vez son derivados, fragmentos y parodias de otros productos, y así sucesivamente en una espiral enmarañada en la que ya es prácticamente imposible distinguir entre copias y originales, y en el que las creaciones “saltan” de un soporte a otro (del audiovisual al comic, de los juguetes a videojuegos o a la “literatura”) siguiendo los dictados de las tendencias de consumo y de los intereses del mercado.

La cultura friki es la cultura de la inmanencia absoluta. Toda idea de trascendencia ha sido eliminada. Más aún, es la propia distinción entre inmanencia y trascendencia la que desaparece. Y en paralelo, el “friki/otaku” experimenta una especial atracción por todo lo oculto, lo misterioso y bizarro: una pseudorreligión de bricolaje compuesta de materiales culturales diversos. Un culto sin fe, al que lo único que se le pide es que proporcione al adepto satisfacciones emocionales suficientes como para hacerle sentir que sigue vivo. Dios ha muerto, pero tenemos Star Trek.

Pero, tal y como predecía Baudrillard, este eclipse de la trascendencia no se refiere únicamente a Dios o a la metafísica: es la propia realidad la que ha desaparecido, al diluirse en simulacros, signos y códigos que han perdido todo vínculo con la realidad significada. Es un universo auto-referencial que no hace sino clonarse a si mismo, auto-engendrarse y reproducirse por metástasis. Y los frikis u “otakus” son los peleles atrapados en todo este proceso.

El universo “friki” es tribal. Sus tribus se definen de acuerdo a pautas de consumo. La mercancía cumple la función de proporcionar al consumidor los elementos que expresan su personalidad y su identificación tribal. En la terminología de Baudrillard, las mercancías devienen signos flotantes, artificiales y desencarnados. Y estos signos son los que confieren sentido e identidad: la ideología o la religión desaparecen, y no queda nada más que el simulacro. Es un universo “pseudo”, en el que solo se vive a través de las vivencias imaginarias de seres imaginarios.

Consume y calla

Puede parecer un fenómeno a primera vista inofensivo, pero en aquellos países en donde se encuentra en su estadio más avanzado —particularmente en Japón— presenta su lado más oscuro en forma de patologías (desequilibrios emocionales, autismo, dificultades para distinguir realidad/ficción, depresiones) o síndromes similares a la drogodependencia, que afectan a un número creciente de personas. En esos casos en los que el fenómeno se manifiesta con plena intensidad tal vez quepa hablar de una nueva “especie mutante”, una especie perdida en una hiperrealidad virtual, ajena a los compromisos y a las emociones de la vida real. Pero en realidad, se trata de “ciudadanos modelo” del nuevo mundo del capitalismo global. Son las primeras generaciones de hijos de la era del hiperconsumo. No hay peligro de que este ciudadano se haga demasiadas preguntas. Bastante tendrá con consumir y trabajar, trabajar y consumir para satisfacer su obsesión. Animes, mangas, videojuegos, sagas galácticas, bloques de lego o madelmanes, cualquier estupidez es reciclable y para el caso es lo mismo. La acumulación de gadgets y memeces constituye el caparazón protector tras el que el friki construye su identidad. Se trata de una regresión a la infancia, el cocooning en un sucedáneo de vientre materno. No hay consumidores tan compulsivos como los niños, y a esa lógica responden las estrategias infantilizadoras del capitalismo, con la consiguiente transformación de nuestras sociedades en inmensas ludotecas. El sistema puede estar tranquilo con los frikis. Este sujeto, ataviado como un dibujo animado y con la cabeza repleta de batallas interestelares, es el perfecto conformista, el perfecto consumidor.

Conviene matizar: así como el beber alcohol no implica necesariamente convertirse en un alcohólico, el mantener determinadas aficiones más o menos frikis no supone necesariamente entrar en una dinámica alienante. Aquí nos referimos más bien al frikismo como endogamia y como subcultura. Una subcultura que conforma un determinado tipo humano, que construye su identidad en función de pautas de consumo compulsivo y huida de la realidad. En este caso ­—que ya constituye un auténtico fenómeno social en determinados países— lo que el universo otaku viene a representar es una enorme regresión. Regresión desde la madurez al infantilismo, desde la cultura al embrutecimiento, desde la complejidad de las relaciones humanas al autismo y a la endogamia tribales, desde la inteligencia al cretinismo. Es la inserción en un patrón animalizante de conducta, en el que las necesidades emocionales son administradas de forma aislada, asocial, mecánica, de forma similar a como ciertos estados de ánimo son tratados con Prozac y demás tranquilizantes

Todas las épocas, todas las corrientes históricas se han referido casi siempre a algún arquetipo, a algún modelo de hombre, y siempre en un sentido de superación. El caballero andante bajomedieval, el santo del cristianismo, el hombre universal del Renacimiento, el hidalgo del Imperio español, el honnête homme del clasicismo francés, el poeta del romanticismo, el capitán de industria del primer capitalismo, el dandy del decadentismo, el artista rebelde de las vanguardias, el soldado de los fascismos, el revolucionario del marxismo. Hoy ya conocemos a un modelo de hombre plenamente acuñado por el mercado global: en España se le conoce como friki, en inglés como geek, en japonés como otaku, y tiene pinta de payaso.

[1] Hirohi Azuma. Généración Otaku. Les enfants de la postmodernité. Hachette littératures. 2008.
Conviene aclarar que dentro del universo tribal otaku existe una amplia variedad taxonómica, por lo que la equivalencia estricta de los términos otaku, friki y geek puede ser discutida. Así, la palabra otaku tiene una mayor carga peyorativa, y en ese sentido se aproxima a la expresión inglesa nerd.

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