¿Hacia la segunda revolución francesa? Fractura social y crisis política en Francia.
Esther Herrera Alzu.
- ¿Hacia la segunda revolución francesa? Fractura social y crisis política en Francia. Esther Herrera Alzu.
La situación social y política que vive Francia desde el verano de 2018 se ha venido traduciendo en una representación teatral por episodios, como si de una tragedia clásica se tratara, cuyo motivo es la visibilización de la crisis existencial que se viene ensayando desde varios años atrás, y donde el escenario se sitúa tanto en las ciudades como en los nudos de comunicación de todo el país. El argumento de la tragedia suele ser la caída en desgracia de un personaje importante por haber cometido algún error producto de sus impulsos pasionales o irracionales: así parece haber sucedido con el Presidente quien, con sus torpezas y desprecios al pueblo francés, ha conseguido liquidar en año y medio la confianza que se le había otorgado en las últimas elecciones. Por otra parte, con este género teatral se buscaba la catarsis del público que observaba la pieza, y esto parece ser también lo que viene sucediendo con las retransmisiones en directo de cada episodio en los medios (episodios numerados cada sábado desde el 17N: Acto I, Acto II, etc.). Para tener la obra teatral completa, habría que conocer el éxodo o acto final, donde el héroe reconoce su error y es castigado por los dioses, de manera que se pueda extraer la enseñanza moral de lo sucedido, pero esta parte no se ha escrito todavía. Nadie conoce el posible desenlace, pero el horizonte de las elecciones europeas está ya a la vista de todos en forma de primera reválida desde las elecciones de 2017.
Pero para entender qué ha llevado a buena parte de los franceses a enfundar el chaleco amarillo y saltar como protagonistas a escena se necesitaría recorrer las regiones de la “Francia profunda” de hoy en día. Esos territorios alejados de las grandes vías de comunicación, con pocos servicios públicos, la inversión del Estado en retirada, sin comercio local, con poca actividad industrial…sobreviven como suspendidos en el tiempo. Es la “Francia periférica” que tanto se ha mencionado en estos días, retomando el concepto creado por el geógrafo Christophe Guilluy en 2014. Se trata de la fractura entre los grandes polos urbanos beneficiarios de la globalización neoliberal y una Francia alrededor formada por ciudades medianas y pueblos casi olvidados. Una fractura, pues, geográfica, social y también cultural que se observa entre las clases sociales de ambos mundos y también entre las generaciones.
Después del recorrido, habríamos comprobado que Francia es un país que pierde su alma. En el estado de decrepitud de los pueblos se observa el final de una identidad y una cultura propias, labradas a lo largo de los siglos. La realidad histórica de Francia está basada en el mapa de las parroquias del Antiguo Régimen, sobre el que se superpuso el de las comunas después de la Revolución de 1789. Son más de 35.000 pequeños núcleos de población los que estructuran el territorio y los que pasan hoy penalidades. Los habitantes locales se consideran unos supervivientes de un mundo que ya no volverá, como ha constatado Jean-Pierre Le Goff. Francia sufre, entre otras cuestiones, porque sus pueblos se mueren.
Pero esta situación no ha venido de una catástrofe repentina, sino que se ha visto inducida por una serie de circunstancias acaecidas desde los años sesenta del pasado siglo. La primera evolución vino provocada por una política de transportes que favoreció a las autopistas y al tren de alta velocidad como estructuradores del país. Pero esas infraestructuras no suelen beneficiar a los territorios sino que, al revés, los dejan sin recursos. Ayudan a sus gentes a marcharse más lejos y más rápido. Además, se deja de invertir en las carreteras secundarias y en las líneas regionales de ferrocarril que servían para comunicar los pueblos entre sí. De manera que ya no se puede viajar a cincuenta kilómetros de distancia pero se puede llegar velozmente a la otra punta del país.
Luego vino el desarrollo residencial alrededor de los núcleos de población. La descentralización política confió a los alcaldes el doble poder de definir el plan local de urbanismo y conceder los permisos de construcción. Se recalificaron zonas rústicas en zonas habitables y se construyeron urbanizaciones de casas unifamiliares por doquier. Los jóvenes se instalaron en el campo sin insertarse realmente en la vida de los pueblos o de las pequeñas ciudades, y el automóvil se convirtió en el medio indispensable para trasladarse de una actividad a otra. Francia se transformó en el país de las rotondas que tanto llaman la atención y que han terminado por servir como lugar de encuentro en los tiempos recientes.
El auge de la gran distribución comercial fue la consecuencia del cambio en el estilo de vida, más focalizado en vivir en zonas residenciales y depender de un vehículo para todo. Pero estas megaestructuras necesitan mucho espacio, devoran tierras agrícolas y dejan sin actividad comercial a los centros de pueblos y ciudades. Era lo que faltaba para acabar con el pequeño comercio tradicional que ayudaba a los habitantes a socializar en sus calles, a atraer visitantes y a dar vida al entorno rural.
Las cuestiones sociales también han ido influyendo en la pérdida de la identidad tradicional a la francesa: la desestructuración familiar, el desempleo masivo, el olvido de la solidaridad entre vecinos y la llegada de la inmigración a los pueblos. Todo esto ha ido generando un malestar que provoca en los lugareños la sensación de no reconocerse en la tierra que les vio nacer: es la desaparición del espíritu de pueblo frente a la apertura obligada y la globalización.
A este respecto, el historiador Georges Bensoussan ya había identificado, en una investigación de hace quince años, que existían unos “territorios perdidos de la República” en la que denunciaba la progresión del racismo, el antisemitismo y el sexismo en el sistema escolar francés bajo el silencio de las autoridades públicas. El intento de hacer vivir en los mismos barrios conflictivos de las ciudades a colectivos de inmigrantes que no se quieren adaptar a las leyes francesas ha ido generando un ambiente del que han estado huyendo las clases populares locales, para irse a vivir cada vez más lejos de los núcleos urbanos. Estas personas no tenían los medios para pagar una educación o una vivienda que les permitiera estar a salvo en los barrios de las élites, que han cerrado los ojos ante lo que estaba sucediendo. Las clases populares, además de haber visto cómo se desvanecía su identidad como franceses, tienen hoy la sensación de haber sido abandonadas a su suerte por la alianza entre la burguesía biempensante y el radical-progresismo.
En otra investigación colectiva del año 2017, bajo la coordinación del mismo historiador, se llega a hablar de una contra-sociedad que existe ya sobre una base de sectarismo islamista, que está en vías de separarse de la nación. Esta otra fractura de la sociedad francesa es inédita en la historia de la inmigración en este país. Se acusa a este discurso de islamofobia pero hay que conocer un dato entre otros: en un informe del Institut Montaigne (de septiembre 2016) escrito por Hakim El Karoui, se dice que el 28% de los musulmanes franceses y el 40% de los musulmanes menores de cuarenta años consideran la sharia más importante que las leyes de la República francesa. En muchos casos, es una población que sobrevive subvencionada, siendo esta cuestión una de las que está en el trasfondo del descontento por el pago de excesivos impuestos de una parte de la población.
En cuanto al poder adquisitivo de las familias, mientras que la clase media se ha ido deslizando de su categoría social hacia una mayor pobreza, el fenómeno inverso se ha podido observar en lo alto de la clasificación, por efecto de la llamada “secesión de las élites”, en palabras del politólogo Jerôme Fourquet. Es decir, la ruptura ha consistido en la separación de la población más favorecida, por su economía y/o por su educación, del resto de los ciudadanos, a los que ya no se sienten ligados en un destino común como colectividad nacional. Tampoco habla nadie ya del “bien común” ni de “lealtad” al sistema que les ha dado todo, mientras puedan vivir en una especie de dimensión paralela donde pueden permitirse una educación privilegiada o una sanidad privada sin problemas. Esto, que podía suceder en otras latitudes, no era moneda corriente en un país orgulloso de que su sistema escolar republicano sirviera para igualar a los ciudadanos cualquiera que fuese su origen. Las desinversiones en los servicios públicos estatales han tenido este efecto de borrar las virtudes igualitarias que frenaban la separación entre clases sociales y, al mismo tiempo, la base social e ideológica del macronismo no entiende de qué se queja la ciudadanía que protesta. Así, ha surgido una nueva fractura entre las clases superdiplomadas, plurilingües, apátridas y beneficiarias de la globalización contra los trabajadores arraigados en su territorio, tildados de reaccionarios y hostiles a las reformas y a cualquier cambio en general (“el galo refractario”).
Otro elemento que ha contribuido a la ruptura social y política, más en Francia que en otros países, es la construcción de la actual Unión Europea desde Mitterrand en los años ochenta. Como lo explica Marcel Gauchet, la decisión de fijar el diseño del euro a imagen del marco alemán, demasiado fuerte para la economía francesa, unido a la globalización del librecambio y al dogma de la movilidad de los capitales y las personas, han sido la fuente de la destrucción o la deslocalización de sectores enteros en la industria, lo que ha traído el desempleo masivo en muchas zonas. Además, a nivel interno, se ha ido desarrollando una política fiscal muy pesada, una rigidez administrativa exponencial y el mantenimiento de los flujos migratorios. Esto ha hecho que el sistema económico actual sea un conglomerado compuesto de librecambismo hacia el exterior y de estatismo fiscalista hacia el interior del país; teniendo como resultado el estrangulamiento del tejido económico desde hace ya varias décadas. A nivel político, la transferencia de las grandes decisiones al nivel supranacional ha hecho que los Parlamentos nacionales ya no representen realmente al pueblo que les vota puesto que los Reglamentos y Directivas europeos se aprueban fuera del país y, además, se sitúan por encima de las leyes nacionales. Habría que cuestionarse los efectos de esta pérdida de perspectiva en las sociedades de cada uno de los países europeos.
En estas circunstancias llegó Emmanuel Macron a la Presidencia de Francia en mayo de 2017. Ganó en las elecciones presidenciales, pero con el 57,3% de abstención y 9% de votos blancos o nulos, sabiendo también que solo había obtenido el 24% de los votos en la primera vuelta. Su partido-plataforma “La República En Marcha” (LREM a partir de ahora), creado un año antes, pasó a disponer después de la tercera vuelta (elecciones legislativas) de una mayoría absoluta en el Parlamento traducida en 350 escaños de los 577 posibles con el 49,12% de los votos. Es el resultado del sistema en dos vueltas de la V República, creado por el general De Gaulle, sistema que prima la eficiencia sobre la representación. Todo parecía sonreír al político que había prometido un mundo nuevo y otra manera de comprometerse en política. El lema del partido era sencillo: dada la existencia de buenas ideas en la derecha y en la izquierda, lo mejor era agrupar todo ello para hacer avanzar al país. Y, sobre todo, Macron se presentaba como el líder europeo que venía a salvar a la Unión Europea de su naufragio y a realizar las reformas internas que Bruselas venía solicitando. Además, enseguida se autoproclamó enemigo de los “nacionalismos” o “populismos” representados por los gobiernos húngaro e italiano, que había que combatir a toda costa.
Pero Macron, como todos sus predecesores, interpretó el resultado de la mecánica electoral como un apoyo incondicional a su programa de gobierno, simplemente porque ningún contrapoder le ha obligado a pensar de otra manera, es decir, a negociar su proyecto de manera que refleje mejor la relación de fuerzas reales existentes en el país. Ya desde el principio muchos analistas observaron la deriva autócrata del Presidente puesto que, con un partido vertical creado por él mismo a su semejanza, se dispuso a gobernar el país olvidando el equilibrio de poderes y la necesidad de contar con los interlocutores políticos y sociales, incluida la prensa. De esta forma, tanto en el partido como en la Asamblea es Macron quien decide: la política de comunicación de los diputados está bajo control y se impone el centralismo burocrático. Su forma de gobernar desde el principio está siendo la siguiente: el ejecutivo se adueña de la función legislativa y la Asamblea controlada por su partido sirve para validar las decisiones.
Otro tema que ha preocupado desde el principio ha sido la cáscara vacía de contenido que era el propio partido LREM. La norma en los debates y las discusiones era evitar tratar los temas menos agradables, propios de “extremistas” y “demagogos”. Por ejemplo, rara vez un diputado hablaba francamente sobre la inmigración extraeuropea masiva, la conquista islámica de Europa, los territorios ya perdidos en Francia, el antisemitismo en los barrios o la guerra civil que se avecina…estas inquietudes eran consideradas propias de populistas, como nos cuenta Ivan Rioufol. En realidad, la ideología macronista ha querido hacer creer que el liberalismo económico era la respuesta a todos los problemas, y que el desafío identitario solo preocupaba a partidos poco recomendables. Pero ya se ha visto con el tiempo que esta ceguera voluntaria no la comparten todos los franceses.
Entre las cuestiones que han colmado el vaso de la paciencia ciudadana ha estado el empeño del Presidente Macron en aplicar la fiscalidad de la llamada “ecología punitiva”, después de suprimir, nada más llegar, el impuesto sobre las grandes fortunas. En nombre de la transformación del modelo energético y de la lucha imperativa contra el calentamiento climático, anunció una subida importante del precio de los carburantes, especialmente del diésel que había sido tan favorecido por los poderes públicos hasta entonces, y un horizonte concreto para eliminar los automóviles de combustión. Otras decisiones polémicas relacionadas con el tema han sido la instalación de radares automáticos en todas las carreteras, el aumento de los controles técnicos sobre los vehículos y la disminución de la velocidad máxima autorizada en carretera general a 80 km. por hora. Todas estas cuestiones han sido vistas como burdas maneras de exprimir el bolsillo a las clases medias y populares. Esta entrada de ingresos vía impuestos indirectos ha supuesto una fractura más entre la ciudadanía de la periferia que depende del vehículo y aquellos que viven en zonas urbanas mejor dotadas de redes de transporte. No hay que olvidar que el 70% de los parisinos van a trabajar en transporte público, pero solo el 7% del resto de franceses puede hacer lo mismo.
Pero, en tema fiscal, la cuestión no es solo cuánto dinero se recauda, sino cómo se gasta. Así, mientras que los franceses de la periferia cada vez tienen que hacer más kilómetros para encontrar un hospital, un juzgado, una oficina de correos o una escuela, a la vez ven cómo millones de euros se van para los planes urbanos de los barrios “difíciles”, para abrir centros de acogida para inmigrantes clandestinos o para ayudas de todo tipo de las que se benefician quienes nunca han cotizado. Y saben que se enfrentan a dos problemas relacionados: la inmigración masiva y aquellos que la imponen, es decir, las élites progresistas biempensantes. Sin embargo, muchos periodistas y expertos rechazan cualquier relación entre ambas cuestiones, pero lo cierto es que Macron anuló su presencia en Marrakech para firmar el Pacto por las Migraciones de la ONU (envió a su secretario de Estado) y también se canceló un debate que había prometido sobre el tema de la inmigración. Lo que prueba que hay más relación de la que pueda parecer.
Como vamos viendo, el malestar en la sociedad no viene solo por cuestiones medioambientales, económicas o fiscales, sino también por las de orden cultural e identitario. Macron ha ido realizando una serie de declaraciones que le han identificado como el defensor del sistema globalizador y multiculturalista al que representa. Declaraciones que, seguramente, habrán ido calando en el inconsciente de la población a lo largo de estos últimos meses. Como muestras, podemos ver algunos ejemplos en el libro de Ivan Rioufol ya citado:
Siendo todavía candidato a la elección presidencial, Macron dijo en Lyon el 4 de febrero de 2017: “No existe una cultura francesa. Lo que hay es una cultura en Francia, y es muy diversa…”, rechazando la propia herencia cultural para preferir la visión multiculturalista del país.
El 15 de febrero del mismo año, durante un viaje a Argelia, dijo a propósito de la colonización francesa: “La colonización es un crimen, un crimen contra la humanidad; una barbarie”, con un espíritu culpabilizador que la población no ha entendido.
En marzo de 2017, en un mitin en Mureaux el candidato declaró que asumía totalmente la política de discriminación positiva hacia los barrios “difíciles” con mayoría de población magrebí, mientras que la Francia periférica de la población “blanca” ya estaba dando síntomas de cansancio.
Varias veces a lo largo de sus mítines, Macron ha hecho referencia a la separación entre los “in” y los “out”; entre los abiertos y los cerrados; los movibles y los estáticos; los antiguos y los nuevos.
En realidad, el Presidente en persona no ha parado en año y medio de dividir a la sociedad. El resultado ha derivado en la fractura más importante hoy en día: La generada entre el pueblo francés y su clase dirigente. Macron y su partido LREM han conseguido en año y medio hacer caer a Francia en el caos total. No son solo “chalecos amarillos”, son también protestas de “togas negras” (colectivo judicial), “blusas blancas” (personal sanitario), “bolígrafos rojos” (profesorado), etc. En concreto, la revuelta de los “chalecos amarillos” señala una nueva brecha, otra más, que se ha profundizado entre el pueblo y una pequeña clase política que ejerce el poder contra el interés común de todos y, lo peor, que menosprecia a quienes tiene que gobernar. La arrogancia de Macron y parte de su gobierno les ha llevado a tratar a los ciudadanos descontentos como “galos refractarios”, “cuñados”, “fumadores”, “contaminadores”, cuando no de ignorantes, atrasados, homófobos y racistas. Es decir, la masa de personas que “no han llegado a nada”, en palabras de Macron; que votan populismo porque son xenófobos y votan mal en los referendos porque no entienden las preguntas. Todos estos desprecios han terminado por cansar al pueblo francés, y han dado origen a una verdadera revuelta del “Tercer Estado” o pueblo llano.
Ni el Presidente ni el Gobierno se tomaron en serio el movimiento que se preparaba y lo intentaron desprestigiar desde el principio con todos los medios a su alcance. Primero determinaron que era una provocación de la extrema derecha, después que si era la revolución de la extrema izquierda… Lo cierto es que la revuelta en marcha da la impresión de un cajón de sastre ideológico y social donde cualquier reivindicación tiene cabida. Esta situación se ha visto reforzada por el uso de las nuevas tecnologías ya que, sin la ayuda de las redes sociales más conocidas, no habría sido posible coordinar las concentraciones de los sábados, sabiendo que no hay sindicato ni asociación para representar a los manifestantes. Esto ha sido así porque el pueblo ya no se reconoce en los interlocutores políticos y sociales que tradicionalmente han ejercido la intermediación entre el Estado y los ciudadanos.
Con todo lo que ha venido sucediendo en esta revuelta, se puede observar la reconstrucción de la idea de la nación, representada en la imaginería de la bandera tricolor de la Revolución Francesa, pero también en las banderas regionales, la de la Resistencia de 1945 (Cruz de Lorraine), la del Sagrado Corazón y hasta la de los monárquicos, que también los hay. Es como si se hubiera levantado aquella parte de la población que sufre todos los días los problemas de la mutación social, demográfica y cultural que ha conocido Francia desde hace cincuenta años, pero a quien no se le daba voz en los grandes medios de comunicación. Son la base de la sociedad de los pueblos y pequeñas ciudades (obreros, empleados, comerciantes, agricultores, pensionistas), que se niegan a someterse más ante los discursos buenistas, las dificultades económicas y el abandono de sus élites. Y la cuestión más importante de todas: se niegan a desaparecer como pueblo, ahogado en el marasmo del multiculturalismo y la globalización.
El primer día que el Presidente se dignó a dirigir la palabra a los ciudadanos, después de cuatro sábados de violentas protestas, fue el 10 de diciembre, en una declaración en la que expresó que “nada iba a ser como antes”. Después de entonar el mea culpa, anunció unas vagas medidas económicas para las que todavía no hay financiación y, sobre todo, convocó a la ciudadanía a un gran Debate Nacional sobre la situación general del país. El recurso a este tipo de solución se ha hecho con cierta frecuencia en los últimos años, pues le permite al Elíseo trabajar en coordinación con los ayuntamientos para recoger las opiniones sobre el terreno en las cuestiones que más preocupan a la ciudadanía. En este caso, Macron anunció que se iban a tratar las cuestiones esenciales para la nación: la fiscalidad, los servicios públicos, la organización descentralizada de la República, la inmigración y la ley electoral.
El 31 de diciembre el Presidente tuvo otra oportunidad de dirigirse a los franceses con ocasión de la felicitación por el Año Nuevo, pero aquí el tono del discurso fue diferente. Se refirió a los manifestantes como esa “muchedumbre de odiadores” y se preguntó qué significa “hablar en nombre del pueblo: ¿cuál? ¿de dónde? ¿cómo?”: una manera de decir que no hay un pueblo francés concreto que exista para él. Además, consideró que había que seguir trabajando en las reformas previstas sin ceder a las presiones inmediatas del momento y recordó que se haría todo lo posible por mantener el orden público en las calles. Es decir, el Presidente había escogido la estrategia de la tensión para comenzar el año 2019.
Desde entonces, se puede hablar ya de una crisis de régimen en el país vecino. Esto se debe a que la V República fue concebida para una nación soberana, con unas instituciones que sirvieran de freno al elitismo y aportaran mayor igualdad. Sin embargo, la clase dirigente ha conseguido reorientar las instituciones contra el pueblo al que tienen que servir. Y, en segundo lugar, las decisiones importantes ya no se toman en Francia sino en Bruselas, lo cual hace que los debates se alejen de las preocupaciones del pueblo en todos los países europeos. Lo que está sucediendo ante los ojos de todos es la constatación de que la mayoría sociológica en Francia no tiene la mayoría política. La revuelta se ha originado porque una minoría está gobernando contra los intereses de la mayoría. Lo que se llama “mayoría parlamentaria” (el partido LREM) es, en realidad, una realidad minoritaria en la opinión pública. Así, la desposesión política del pueblo francés es doble: no solo los diputados ya no le representan realmente sino que, además, las decisiones políticas importantes ya no se toman en Francia ni en nombre de los franceses. Es una crisis social acompañada de crisis de legitimidad que lleva a un cuestionamiento del sistema.
A continuación, lo más grave que acecha al Presidente en 2019 es una crisis de legitimidad de su función, de una forma que no se había dado hasta ahora. Macron se ha convertido en un líder anti-carismático, como lo ha definido el sociólogo y demógrafo Emmanuel Todd. Es decir, se ha producido una especie de inversión de la autoridad: en lugar de ejercer el poder desde la edad y la experiencia, Macron ha perdido su aura de superioridad intelectual y ahora se encuentra ante multitud de ciudadanos de más edad y menos formación que le dicen la política que debe seguir. Esta constatación es válida también para los miembros de su partido (LREM): en todas las retransmisiones televisadas, las cadenas intentaban contar con algún diputado macronista y algún chaleco amarillo; pues bien, era sorprendente observar el nivel de claridad y coherencia argumentativa con el que se expresaban los manifestantes ante políticos con mayor experiencia y más “elementos de lenguaje político”.
Por otra parte, otra fuente de tensiones es que Macron ha ido revelando la verdadera cara de su perfil político a lo largo del año y medio de su mandato. Como lo explica Jean-Louis Harouel, Macron representa el liberalismo de izquierda (pero en nada preocupado por las cuestiones sociales) que rechaza las especificidades de los pueblos, de las civilizaciones, de los sexos, en una utopía de la libertad ilimitada. Se trata del liberalismo libertario que se reconoce en la variedad de afirmaciones sexuales, en la sacralización de la inmigración, el rechazo de las fronteras, el culto a las minorías o la legalización de las drogas, entre otras características. Este tipo de liberalismo progresista, que constituye hoy la principal definición de la izquierda, condena a las sociedades occidentales a autodestruirse pero, mientras tanto, en el corto plazo coincide con los intereses de la burguesía moderna y se ve defendido por la mayor parte de los medios de comunicación habituales. Hasta tal punto Macron representa a esta burguesía de izquierdas urbana y cosmopolita que observa con desdén lo que dicen las clases populares autóctonas, en general conservadoras y aferradas al territorio. Uno de los puntos importantes de la revuelta de los “chalecos amarillos” es que ha conseguido que el Presidente se preocupe por los temas sociales más acuciantes (poder adquisitivo, desempleo, etc.) por primera vez en su mandato.
Otro vector de la crisis es el papel de la Asamblea Nacional, formada por una mayoría de diputados del partido LREM que procedían de la sociedad civil y, por tanto, sin experiencia en política. Así, el diputado ignorante se convertía en dependiente del jefe de partido al que le debía todo. Esto ha hecho que se cuestione su papel en esta crisis, ya que deberían haber sido los que hubieran avisado al ejecutivo de lo que estaba sucediendo sobre el terreno al tener responsabilidad sobre su circunscripción electoral. Si es cierto que así lo hicieron, como es de suponer, es entonces el Gobierno quien no les escuchó. Esta sumisión de la Asamblea al poder ejecutivo es una traición a la Constitución francesa y al pueblo, lo que constituye una crisis institucional de primer orden. Además, hay que recordar también una cuestión importante en Francia y es que el consentimiento para recaudar los impuestos lo aprueban explícitamente los diputados, en nombre del pueblo, cada comienzo de año. Y existe la sensación de que el Gobierno decide subidas de impuestos a las que la Asamblea debe consentir, lo que supone también una nueva traición al pueblo al que representan. Por otra parte, otros expertos reclaman una nueva ley que dé mayor representatividad a todas las opciones políticas en la Asamblea. El objetivo es que esta institución refleje mejor que ahora la mayoría sociológica de la sociedad francesa puesto que se estima que entre el 20% y el 50% del electorado no ve su voto representado en el resultado final.
En cuanto a las reivindicaciones políticas, la que más se está escuchando es la implantación del referéndum de iniciativa ciudadana (RIC). Los ciudadanos se acuerdan de que la última vez que se les preguntó su opinión fue en el caso de votar sí o no a la Constitución europea (año 2005), con el resultado negativo que dio un vuelco al optimismo de la construcción europea conocido hasta entonces. Ahora mismo, quisieran tener algo que decir sobre los temas que más les preocupan, viendo que las decisiones importantes se toman lejos de la Asamblea que dice representarles. Pero, en lugar de recurrir a la democracia directa, imposible de aplicar en una gran estructura nacional, también se discuten otras opciones, como volver al septenato presidencial para preservar la posibilidad de una cohabitación entre un Presidente de un color con un Gobierno de otro color; reforzar la Asamblea nacional introduciendo la proporcionalidad real salida de las urnas… Todo con la idea de hacer que el sistema tenga la mayor legitimidad posible.
Respecto a los territorios, Francia debe comenzar una verdadera “revolución girondina”, en palabras de Charles Millon. Para ello, habría que proteger la agricultura, desarrollar un tejido de PYMEs, y fomentar una nueva política económica y comercial para apoyar los circuitos de producción local. La globalización económica no puede ser un objetivo en sí mismo. Está de moda denunciar el populismo y el proteccionismo pero la realidad es que estos avanzan en Europa al ritmo de la globalización. La destrucción de puestos de trabajo en la industria arruina a la clase trabajadora local y, por otra parte, el impulso a la inmigración trae una masa de mano de obra a corto plazo que baja los salarios, favorece la degradación de las condiciones de vida y multiplica las fuentes de conflicto en las clases sociales más bajas.
Tras esta dicotomía se esconde el enfrentamiento entre dos concepciones del mundo: La concepción liberal y universalista, que no cree ni en el Estado ni en la nación; y la visión que hoy se denomina populista o soberanista, que quiere restaurar el Estado, las fronteras y el sentido comunitario. El proceso que tiene lugar en Francia es similar al que se vivió en el Reino Unido con el Brexit, que fue debido a la desindustrialización de su economía en los años que precedieron al referéndum, y también al vivido en EEUU con la elección de Trump, debido a la financiarización de su economía desde la era Clinton. Sin embargo, la diferencia entre los presidentes Trump y Macron es que aquel federó a su lado a la América popular, mientras que Macron ha hecho lo posible por alejarse de la Francia “periférica” y se ha dirigido desde el primer momento a los beneficiados por la globalización.
Pero el pueblo francés no ha desaparecido y lucha por seguir viviendo. Además, está enseñando al Presidente que son las preocupaciones del pueblo las que deben influir en los grandes debates de interés, y no la política la que influya en el pueblo. Ahí radica el éxito del denostado, por algunos, populismo, en que saben adaptarse a los movimientos de la sociedad más que en buscar imponer una ideología. Los partidos populistas están a la escucha de sus electores, y no pretenden reeducarlos como ha intentado Macron en sus discursos. El voto populista va ligado a la inseguridad socioeconómica, debido a los efectos del modelo económico vigente, y a la inseguridad cultural, por la pérdida de identidad que implica el multiculturalismo. La transformación de esas sociedades se está dirigiendo hacia nuevas líneas políticas de división, donde la diferencia entre izquierda y derecha cada día significa menos.
A la vista de la situación, muchos expertos se preguntan si la crisis política actual podría dar origen a un populismo a la francesa. Como dice Jerôme Sainte-Marie en un reciente artículo, Macron descubrió su juego pocos días antes de que estallara la revuelta. Durante una visita que realizó al portaviones Charles-de-Gaulle el pasado 14 de noviembre, se preguntaba cómo la gente de (extrema) izquierda y de (extrema) derecha podía llegar a unirse para protestar contra sus políticas. Así, todo el mundo comprendió cuál era el éxito de su presidencia: hacía falta que la reunificación de liberales de izquierda y de derecha en el proyecto macronista no se acompañara de la unión, ni en las urnas ni en la calle, de los dos polos opuestos de su oposición. Teniendo en cuenta que su proyecto no llegó a convencer ni a un tercio de los franceses, ahí quedaba explicitada cuál era la condición de su continuidad en el poder. Sin embargo, esa oposición, ignorando totalmente cualquier lógica partidista o sindical, ha puesto en práctica la misma lógica presidencial pero al revés: qué más da cuáles sean las afiliaciones, en principio contrarias, si se pueden unir para luchar por un objetivo común. Puede ser que esté ya dándose sobre el terreno la unión de todos los que se opusieron desde el principio a las políticas liberales del Presidente Macron.
El desenlace de la tragedia francesa se está escribiendo desde comienzos de 2019 con la preparación del gran Debate Nacional prometido al país, aunque nadie tiene confianza en que vaya a ser la solución a ningún problema. Desde el 15 de enero y hasta el 15 de marzo, asociaciones, empresas, sindicatos y todo colectivo que quiera organizar reuniones ciudadanas podrá dirigirse a la Comisión Nacional encargada del asunto para contar con los medios necesarios en orden a recoger las opiniones de los participantes. Por otra parte, como ya sucedió con la convocatoria de los Estados Generales de 1789, los poderes públicos representados por los ayuntamientos han desempolvado los “cuadernos de quejas” para que la ciudadanía pueda dejar por escrito cuáles son sus peticiones y sugerencias, con el objetivo de entregarlas luego en las Prefecturas, que son las representantes del Estado en cada región. Y, ahora como entonces, el pueblo está acudiendo en masa para dejar constancia de su malestar.
Las próximas elecciones europeas de mayo pueden ser también la ocasión de expresar la necesidad de otras políticas en Europa puesto que su trasfondo está buena parte de lo que le sucede a la sociedad francesa. No se trata de negar los fenómenos ligados a la globalización sino de renunciar a la pasividad y a la sumisión de la clase política, para transformar Europa en un área real de poder que proteja la vida económica y cultural de su ciudadanía. Instalar una verdadera política aduanera, legítima para frenar la destrucción industrial y comercial; cambiar la misión del Banco Central Europeo para hacer del euro un vector de competitividad para el conjunto de los estados miembros y no solo en favor de la economía alemana; reformar las instituciones para liberarlas de los dictados tecnocráticos de la Comisión; y establecer una política migratoria realista.
Como dice Alain de Benoist, lo que empezó siendo una revuelta fiscal, se transformó pronto en revuelta social y ya va camino de una revuelta generalizada contra el sistema político establecido por la V República en 1958 y por los tratados europeos. Con todos los elementos analizados no hay duda de que, si no estamos ante la segunda revolución francesa, se le parece bastante en la forma, aunque no en el fondo ideológico que la sustenta.
Esther Herrera Alzu.