Vivir la muerte Los “muertitos” llegan cada 1 y 2 de noviembre a casas y panteones de los pueblos del Lago de Patzcuaro, en México

S. B. - MADRID - 30/10/2007

El día 31 de octubre, cuando medio mundo celebra Halloween por contagio del amigo americano, las familias del pequeño pueblo mexicano de Erongarícuaro ya están limpiando el cementerio.

Los niños corren de un lado a otro y se hincan a las faldas de sus abuelas, que queman las malas hierbas alrededor de las tumbas. El humo y el sol no dejan adivinar la fiesta de colores violentos, que en menos de 24 horas se montará en el cementerio de este pequeño pueblo.

Lo mismo ocurrirá en la otra media docena de pueblos de población purépecha que rodean el lago de Patzcuaro, en Michoacán. Aunque la isla de Janitzio es la parada más popular para los curiosos, vale la pena desviar la mirada y acercarse a pueblos cercanos que no exploten tanto el souvenir.

Poco llanto

La muerte en México es fiesta, risa, azúcar y cempasúchil, la flor anaranjada que adorna los altares de muertos en las casas, en las plazas, en los colegios y en los cementerios. Nada de lloros y lutos, nada que ver con los cementerios en España.

Por eso, cuando cae la noche sobre el cementerio el día 1 de noviembre y cientos de velas alumbran el paso de los muertos hacia este mundo, todos saben que la velada será larga y que mejor mojarla con ponche y con las comidas que le gustaban al muerto. Unos niños venden calaveras de azúcar y las familias, sentadas encima de las tumbas, se ríen hasta caerse al suelo. Hay verdades y risas, y ganas de despistar a la muerte mirándola de frente.

Como decía Octavio Paz, en su Laberinto de la soledad: “Los mexicanos desprecian la muerte al tiempo que la veneran”. Y se ríen de ella.

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