Arte. MADRID

Las diez joyas del Prado En el Museo del Prado, uno de los templos mundiales de la pintura, un recorrido por diez de las máximas expresiones pictóricas de la historia

Antonio Lucas.

Alguien apuntó en alguna ocasión que el Museo del Prado (www.museodelprado.es) es la catedral laica de Madrid –quizá Ramón Gómez de la Serna– y acertó. Es uno de los templos mundiales de la pintura, un espacio fieramente sagrado del arte ya convertido en faro de la ciudad /.../ En sus fondos expuestos figuran más de 15 obras maestras del arte. Algunas de las ellas las vamos a visitar aquí en una ruta iniciática. Son las pinturas imprescindibles en un primer contacto con el museo.

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‘EL DESCENDIMIENTO’

En un primer contacto, la obra esencial del primer tramo es El descendimiento, de Roger van der Weyden, un gran óleo sobre tabla fechado hacia 1435 y colgado en la sala 58. Se trata de una de las pinturas esenciales en la historia de los artistas flamencos, propiedad de un sobrino de Felipe II, que lo cedió a El Escorial. Uno de los aspectos más destacados de esta pieza es la maestría de Van der Weyden para colocar en un espacio tan reducido 10 figuras imprimando de dramatismo el momento del descendimiento de Cristo de la cruz.

‘EL JARDÍN DE LAS DELICIAS’

Hay que seguir la senda. Dos salas más allá del lugar que alberga a Van der Weyden se revela una de las obras más insólitas del museo, la más compleja de cuantas pintó El Bosco, fechada entre 1500 y 1505. Un tríptico en tabla de escuela flamenca y temperamento gótico donde la mirada se cubre de acordes alucinados, dispuestos como una sátira moralizante. Hermosa desmesura, bosque animado donde Paraíso, Infierno y Purgatorio surgen como una mafia de seres improbables que sobrevuelan la superficie y dan textura de mundo indescifrado a este otro mundo surreal, al sueño, a la fiebre de la pintura. Sólo en el espacio central del tríptico sobresale un concierto desquiciado con 450 figuras que tienen en el sexo y en la música la revelación. Felipe II la adquirió y la depositó en El Escorial en 1593, junto a otros ocho piezas del mismo artista. Sin embargo, fue El jardín de las delicias la que ocupó un lugar de relevancia en la alcoba del rey hasta su muerte.

‘EL CARDENAL’

Ocupa la galería central de la planta baja: zona noble. Es, sin duda, un retrato soberbio (fechado entre 1510-12), de composición leonardesca, en el que Rafael avanza la mano como un punzón sobre la tabla para fijar la inquietante personalidad de uno de los próceres vaticanos del Renacimiento. Podría tratarse de Francesco Alidose, refinado y terrible. La mirada del cardenal es gélida e indescifrable, marcando la distancia con el espectador, abismando aún más así su psicología. El rostro y las manos pálidas, en contraste con el rojo furioso de la seda del traje apuntalan con fuerza la mirada angulosa, la frialdad del personaje.

‘CARLOS V A CABALLO’

Es quizá, junto al que Velázquez realizó al Conde Duque de Olivares, una de las cimas del retrato ecuestre. Realizado por Tiziano en 1548. Ocupa una sala contigua al espacio sagrado de Las Meninas. Exactamente la sala 11 de la primera planta del museo. El rey aparece como un soldado en el que están todos los ideales caballerescos. Fiero y solemne, con afán de ser temido y luciendo toda el aparataje del guerrero en batalla. De hecho, la coraza que luce en esta tela del maestro veneciano es una pieza en oro y plata, de enorme valor, que se conserva en la Armería del Palacio Real de Madrid. El cuadro resistió el devastador incendio del Alcázar de Madrid en 1734. Y pasó al Prado junto al resto de las colecciones originarias en el siglo XIX.

‘EL CABALLERO DE LA MANO EN EL PECHO’

Enigmático retrato de El Greco realizado hacia 1580. El protagonista es Juan de Silva, notario mayor de Toledo, pero la tela representa, sobre todo, al hidalgo español, austero y espiritual. Es uno de los cuadros imprescindibles en una primera cata por el Museo del Prado. Está en la primera planta, sala 10A, vecino también de Velázquez en su ubicación. Pertenece a la primera etapa del artista en España y en él desarrolla una maravillosa elegancia y fidelidad en los rasgos del retratado. El gesto de la mano en el pecho dota de dignidad al caballero y simboliza la fidelidad y el honor. Prodigioso.

‘ARTEMISA’

Está considerada la primera obra maestra de Rembrandt, realizada en 1634. Ocupa la sala siete de la primera planta del museo y es una de las mejores muestras de arte holandés del siglo XVII, una delicada muestra del poderoso barroco. El lujo y la fastuosidad de la figura femenina contrasta con la inquietante vieja esbozada al fondo de la escena. Resulta una obra de gran belleza y equilibrio, adquirida en 1769 por Carlos III a un precio de 2.500 reales. Pertenecía al Marques de la Ensenada.

‘LAS TRES GRACIAS’

El más destacado de los pintores flamencos, Rubens, realizó este canto a la sensualidad y el hedonismo hacia 1635. Su espacio, su luz, su calentura se derrama en la sala nueve de la primera planta. El retrato de la morbidez es un alarde que resulta extraordinario en el cuadro, donde el artista tomó como modelo en una de las tres gracias a su segunda mujer, Elena Fourment. El paisaje del fondo es pintoresco. Y el color empleado resulta cálido y sugerente. La obra perteneció a Felipe IV y decoró las paredes del Alcázar de Madrid.

‘EL SUEÑO DE JACOB’

Es una de las cimas del barroco en la obra de José de Ribera. El temperamento vibrante de esta tela de carácter mitológico (rematada en 1639) supone uno de los referentes ineludibles del mejor artista del claroscuro, aunque en esta pieza apuesta por la claridad y huye del tenebrismo. Su intensidad se despliega en la galería central de la primera planta del Prado (que aparece en el plano del museo como sala 26). El cuadro, propiedad en un primer momento de Isabel de Farnese, estuvo atribuido a Murillo durante años. Una visita necesaria.

‘LAS MENINAS’

Obra cumbre de la pintura española. Es el metal -noble del Prado. Velázquez finalizó hacia 1656 esta pieza prodigiosa, la más destacada de las más de 40 con las que cuenta la pinacoteca —en el mundo sólo hay 100 obras de Velázquez catalogadas—. El museo le reserva su mejor espacio: la sala central, la número 12, rodeado de la serie de los bufones, Los borrachos, el retrato del Conde Duque de Olivares, las infantas, Felipe IV... Ramón Gaya entró a saco en el misterio de esta pieza que muchos siglos antes Luca Giordano denominó la «teología de la pintura». Y Gautier, fascinado ante la naturalidad y el misterio del cuadro tan sólo dijo cuando lo vio por vez primera: «¿Pero dónde está el cuadro?». Sólo él justifica una visita al Prado, una estancia de un mes, una vida descubriéndolo sin tregua. La cruz de Santiago en el pecho del autorretrato de Velázquez fue pintada después de la muerte del artista, según versiones. Pues sólo entonces, a título póstumo, el rey le concedió tal título.

‘LOS FUSILAMIENTOS...’

Diríamos que esta obra forma parte de la santísima trinidad de la pinacoteca madrileña. Goya la entregó finalizada en 1814 y ocupa la sala 39 de la primera planta del museo. Es una de las piezas imprescindibles en el descubrimiento fascinante que supone el Prado cuando se recorre por primera vez. El aragonés forma parte de los artistas mejor representados en el museo, con unas 120 pinturas. En el caso de los Fusilamientos, Goya deshace su fama de afrancesado y expone esa veta expresionista, feroz y proteica de su pintura con el referente de la figura central del cuadro, el descamisado sin amparo, el golpe blanco de la inocencia que sobrecoge y hace de la pintura aullido. El nervio de Goya, su magia que sale dando gritos, está contenida en esta tela desgarrada y desgarradora donde todo se detiene.

http://www.elmundo.es/suplementos/viajes/2007/67/1190806015.html