(Manco II) El verdadero héroe Carlos D. Mesa Gisbert

Muchas veces me he preguntado por qué se ha escogido a Atahualpa como el máximo símbolo de la resistencia a los temerarios conquistadores conducidos por Pizarro. El nuevo Inca era en realidad un usurpador, había derrotado al heredero y gobernante del imperio, su medio hermano Huascar, el cuzqueño. Preso ya del jefe español, decidió la muerte de Huascar, como decidió –aún libre– la de toda la familia del gobernante al que había depuesto. Muerte que dejó al incario sin cabeza, muerte que cerró la posibilidad de una respuesta a los invasores desde la incuestionable fuerza de un hijo del poderoso y ya legendario Huayna Capac.
Cuatro años después del episodio definitivo de Cajamarca, aquel que marcó un giro copernicano en la historia sudamericana, un joven ungido por las huestes europeas como Inca títere, inició una de las mayores epopeyas de resistencia de la historia andina. Se llamaba Manco II. Manco se percató muy pronto de que los hermanos Pizarro no tenían intención alguna de respetar el poder ni los ritos, ni los signos que el joven emperador simbolizaba ante sus súbditos. Más que eso, sufrió las vejaciones de sus mentores y de los soldados de éstos. Humillaciones que sumó a la cuenta de las de su pueblo.
Hábil como era, engatusó a Hernando, el único Hidalgo de los Pizarro, y con promesas de nuevas riquezas abandonó la capital imperial para no volver sino acompañado de cien mil guerreros dispuestos a terminar con los españoles.
Manco representa la claridad y la decisión de poner fin a tiempo a un proceso que, era evidente, había comenzado para echar raíces en manos de unos hombres cuyo deseo estaba mucho más allá de las riquezas ofrecidas y entregadas, pues no eran otra cosa que la fuerza incontestable del primer imperio del mundo que sentaba reales en las tierras tomadas.
El cerco del Cuzco conducido por Manco se inscribe en las grandes gestas militares de la historia, y fue el comienzo de una acción que sólo pudo ser sofocada de manera categórica muchos años después, en 1570, por el virrey Francisco de Toledo con la muerte de un sucesor de Manco II, Tupac Amaru I.
El joven inca fue rebelde y determinado, apostó toda su fuerza, la real y la emblemática, al reunir esa inmensa nube de guerreros y asediar sin tregua a la capital tomada por los Pizarro. Lo ensayó todo y a punto estuvo un par de veces de vencer a los sitiados, cuya capacidad militar, arrojo ilimitado y superioridad técnica, les salvó de la derrota. El inca, a pesar de ello, venció categóricamente a un destacamento hispano en Vicos. Envió un ejército para atacar la recién fundada Lima, hostigó con éxito a los contingentes que llegaban para apoyar a los cercados, y lanzó varias andanadas contra la ciudad sagrada en mayo y septiembre de 1536.
Pero fue quizás en Sacsayhuaman donde se torció el destino de los indígenas en la terrible batalla por la toma del fuerte clave para el control del Cusco. La guerra de Cahuide que prefiere la muerte antes que rendirse, la del joven Pedro Pizarro que muere de un golpe de huaraca en pleno asedio, la que les da la victoria a los castellanos.
Podría reclamársele al jefe inca el no haber comprendido que en la hora decisiva le tocaba, como lo habían hecho Cortés y Pizarro en su momento, liderar a sus tropas, estar en el centro de la batallas para animar a los suyos. Podrá decirse en su descargo, sin embargo, que así fueron capturados o muertos muchos jefes identificados por los caballeros del ejército español, dejando sin cabeza a los ejércitos indígenas. Sea como fuere, Manco se retiró a Vilcabamba, la ciudad secreta de los incas creada por éste, y allí fue asesinado por un peón español que junto a tres compañeros la descubrió en 1542.
Frente al anonadamiento de Atahualpa, frente a la ilusión de recuperar el trono, frente al rescate ofrecido y, en definitiva, frente a la oportunidad perdida de aniquilar a los españoles en su primer encuentro, dada la abrumadora superioridad numérica del quiteño, Manco comenzó una guerra, representó un sentido de supervivencia del imperio y la decisión inquebrantable de no rendirse aún derrotado. Sólo así se puede explicar el establecimiento de un gobierno inca en la resistencia por casi cuarenta años, con una sucesión de tres incas rebeldes después de él mismo.
La épica tiene en este caso similitudes con el México azteca. No será Moctezuma el tlatoani-sacerdote atribulado quien haga frente a Cortes, sino su joven y arrojado sobrino Cuauhtémoc. Fue el sucesor de Moctezuma el que defendió a los aztecas del asedio implacable e ingenioso del mayor conquistador de la historia americana.
Podríamos decir que estaba escrito y era inevitable que Europa llegara a América y la dominara. Muchas razones nos permiten comprender ese sino. Nada que hiciesen aztecas e incas podría evitar el triunfo de quienes venían acompañados de un poder tecnológico incomparable y de armas y estrategias para las que no había contraste, pero aún en esas circunstancias, en medio de ese cataclismo que abrió literalmente el piso bajo los pies de los vencidos, las respuestas fueron diversas y la de Manco II cobra una dimensión muchísimo más admirable que la de Atahualpa.
En la historia de la conquista de América hay aún muchos equívocos, muchas confusiones y muchos personajes que el imaginario colectivo no puede leer en su dimensión exacta, de uno y de otro bando. No deja de tener un toque de drama muy profundo el que debamos asumirnos como herederos de dos sangres enemigas y aprender lo que de cada una de ellas tenemos. Pero ciertamente me parece incuestionable que si hemos de escoger un personaje para representar el vigor de quién no acepta la derrota y enfrenta al adversario hasta el último aliento, ese es Manco II, nunca Atahualpa.

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