Buceando en nuestros orígenes étnicos

Una biología histórica de España (I): mitología JESÚS J. SEBASTIÁN

En el complejo proceso de etnogénesis hispánica se ha elevado a la categoría de mito –en el sentido de hecho ficticio no demostrable empíricamente– su herencia y esencia árabe-bereber –el mito de una “España semítica”, arabizada y judaizada–, en un intento frustrado por subrayar la secular diferencia de España con el resto de los países de Europa, aun a costa de alinearla con los vecinos norteafricanos. Según esta curiosa teoría, al conglomerado hispano formado principalmente por iberos, celtas, romanos y germanos se superpondría otro, que aniquilaría todo vestigio humano anterior, constituido por una minoría árabe y bereber, mediante el exterminio sistemático y la posterior repoblación con elementos orientales y africanos.

Pero esta apreciación interesada y errónea no repara en que la musulmana fue, no una invasión, sino simplemente una conquista militar seguida de una ocupación favorecida por el colaboracionismo (los “muladíes” conversos al Islam), el sometimiento de las minorías religiosas (los “mozárabes”, los “judíos” y los “paganos”) y el hostigamiento de los “cristianos viejos” del norte peninsular. En concreto, respecto a una población hispano-visigoda estimada en varios millones de almas (5-6 millones), los conquistadores islámicos, según las estimaciones consensuadas de los historiadores, no pasarían de unas decenas de miles de individuos (50.000), considerando que la mayor parte de los guerreros que formaron parte de las iniciales huestes de Tariq y Muza, así como de las posteriores de almorávides y almohades, regresaron a sus lugares de origen.

No cabe duda de que, dada la extensión y el dinamismo del mundo musulmán de la época, se produjeron migraciones individuales a pequeña escala, así como establecimientos comerciales, al tiempo que se introducían numerosos esclavos, aunque curiosamente éstos no procedían de África o Asia, poblaciones despreciadas por el incipiente racismo de los propios árabes, sino que eran mayoritariamente eslavos, sajones y francos capturados por los nórdicos vikingos en sus famosas correrías. Desde luego, se produjo también cierta hibridación mediante uniones derivadas de las alianzas, captura de rehenes /.../ pero éstos, lógicamente, se circunscribieron a los estamentos nobiliarios.

Aunque el propio Hitler llegara a decir que los españoles son una curiosa mezcla de “celtas, godos, francos y moros”, además de despreciar a la población autóctona anterior a las migraciones indoeuropeas, estaba concediendo una generosa cuarta parte a los llamados “moros”. Pero, ¿quiénes eran estos “sarracenos”? Pues mayoritariamente “bereberes” norteafricanos de origen camítico similar a los “iberos” peninsulares, así como a ligures, etruscos y pelasgos de otras latitudes, constituyendo los “árabes” la exigua minoría dirigente. De esta forma, no debe sorprender que este puñado de musulmanes resultase rápidamente fagocitado en el conjunto popular hispánico. Posteriormente, la repoblación que siguió a la reconquista, realizada por los cristianos del norte, asimilando a “mozárabes” y “moriscos”, pero también facilitando la llegada de colonos francos, itálicos y germánicos, junto a las posteriores expulsiones de “judíos” y “moriscos” (éstos no eran descendientes de los “moros”, sino de hispanos convertidos al Islam), conformaría definitivamente la composición étnica española.

Antes de la conquista musulmana, no obstante, se asentaron en la península ibérica numerosos pueblos, cualitativa y cuantitativamente mucho más trascendentales que los “árabes” y “bereberes”. En la prehistoria, las variedades centroeuropeas del “homo sapiens” (Cromagnon y Aurignac) poblaron todo el norte y el centro peninsular, mientras la variedad norteafricana o ibérica (tipo Grimaldi) se asentó en el sur y el este. Según Tácito, el primero de los etnógrafos europeos, los pobladores peninsulares eran hombres fuertes, morenos, de pelo negro ondulado o rizado, que vivían con otros hombres altos, de piel blanca y pelo castaño claro o dorado como el trigo, valientes y atrevidos. También llegaron los “griegos”, los “fenicios” y los “cartagineses”, pero su efímero paso se limitó a establecimientos mercantiles o militares.

De las primeras invasiones indoeuropeas, bastante más importantes de lo que se pensaba, pues dejaron su huella en la toponimia y en la hidronimia peninsulares, destacan el componente “precelta” o “celto-escita”, según Estrabón (primera oleada “Hallstat”) en el noroeste, así como la entrada de los “ilirios” en el noreste, a los que se superpuso la llegada de los “celtas” propiamente dichos (segunda oleada “La Tène”) en el norte y el centro de la península. No existen claros indicios sobre el origen de pueblos como los “bebrices”, los “brácaros”, los “bretones” o los “brigantios”, aunque su etimología parece indicar que eran indoeuropeos de origen céltico. Sobre los “tartesios” el misterio es todavía mayor, y aunque el grado de helenización de su cultura pudiera indicar otra cosa, tesis recientes apuntan a que podrían ser uno de los “pueblos de mar” (¿atlantes, nórdicos hiperbóreos?) que asolaron las civilizaciones mediterráneas. Ninguna duda suscitan, sin embargo, los “belgas” (titos, belones y lusones). Todos estos grupos humanos formarían la Celtiberia que se encontraron los conquistadores romanos, bajo cuya dominación, miles de colonos de procedencia itálica, céltica, germánica y geto-dácica se instalaron en Hispania tras ser licenciados como soldados.

Posteriormente, por la península comenzaron a desfilar bandas mixtas celto-germánicas como los “cimbrios”, “teutones” y “ambrones”, antes de que fueran dispersados por las tropas imperiales. Después, cuando el Imperio Romano se derrumbaba, llegaron los germanos: las primeras incursiones en el noreste peninsular las protagonizaron contingentes de los francos y los alamanes; posteriormente, ya en la etapa imperial final, los suevos (unos 50.000), los vándalos (unos 80.000) y los alanos –estos últimos eran sármatas indo-iranios–. Vándalos y alanos pasaron al norte de África, aunque algunos de ellos se establecieron en el sur de la península (¿Vandalusía, luego Al-Andalus y después Andalucía?). Finalmente, como federados y rechazados por los francos, se instalaron los visigodos, ¿germánicos o bálticos? (unos 200.000 en su conjunto) y los taifalos –también de estirpe indo-irania–, que asimilaron a los suevos por conquista, a los vándalos rezagados y a los restos de los ostrogodos expulsados de Italia.

Así, los estratos étnicos indoeuropeos –célticos, ilíricos, itálicos, indo-iránicos y germánicos– superpuestos en la península ibérica fueron similares a otros países europeos como Francia o Italia. Entonces, ¿Dónde radicaba la diferencia, si es que ésta existía realmente? ¿Resultó decisiva la aportación árabe-bereber? Ortega y Gasset intuyó que la diferencia se encontraba en la dispar escala de vitalidad de los invasores germánicos, en cuya cúspide situaba a los francos y en la base a los visigodos, degenerados por su romanización y cristianización arriana. A los alamanes, sajones, bávaros, suabos y turingios, dada la conocida germanofilia de Ortega, cabe suponer que los situaría próximos a la perfección. Cualitativamente, los “godos” fundaron el Regnum Hispania Gothorum, y sus descendientes –genética o idealizadamente– acabaron con la dominación de los “moros” de Al-Andalus, pero ni los unos ni los otros pudieron influir decisivamente en términos cuantitativos en la configuración étnica peninsular. La solución habría que buscarla, en primer lugar, en las características de la población ibérica anterior a las invasiones indoeuropeas y, en segundo lugar, en el estado de hibridación o mestizaje en el que celtas y germanos llegaron a Hispania después de centurias de errante nomadismo y migraciones.

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