Qué bonito, pero qué duro es ser ’hippy’

Comunas y ecoaldeas atraen a quienes buscan modos de vida alternativos - Sin dinero, sin tecnología y, a menudo, sin títulos de propiedad

JULIÁN DÍEZ 15/02/2009

En tiempos difíciles, se extiende un sueño: romper con todo. Acabar con la inestabilidad laboral, con la dependencia del Euríbor o la baja calidad de los alimentos que consumimos, buscando una vida más sencilla y con satisfacciones más básicas.

En tiempos difíciles, se extiende un sueño: romper con todo. Acabar con la inestabilidad laboral, con la dependencia del Euríbor o la baja calidad de los alimentos que consumimos, buscando una vida más sencilla y con satisfacciones más básicas. Desde hace décadas, cientos de personas han apostado por ese camino alternativo; aunque con irregular fortuna, esas sociedades distintas conviven con la nuestra.

La opción de las comunas anarquistas urbanas, en las que se sigue manteniendo relación continua con la ciudad y existe el problema del conflicto con la ley, no satisface a estos émulos de Henry David Thoreau, el escritor estadounidense que vivió dos años solo en una cabaña y escribió después: "Fui a los bosques porque (...) quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida (...) para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido".

Las dificultades son enormes: una exposición directa al clima a la que no está habituado el que vive en la ciudad, la necesidad de adquirir conocimientos con los que convertirse en autosuficiente... Y, en el caso de entrar en una sociedad ya existente, las incertidumbres a la hora de insertarse en un grupo muy cerrado al exterior, del que es difícil informarse previamente, y en el que la relación estrecha hace chocar con frecuencia las personalidades. La mayor parte de los experimentos apenas alcanzan el segundo invierno, la estación en que las dificultades afloran en toda su crudeza.

Resulta difícil calcular cuántas personas en España han optado por dar la espalda a la sociedad convencional. No hay datos al respecto. Si nos atenemos a los participantes en algunas reuniones como la de Ecoaldeas del pasado verano y a la actividad en páginas webs, y se aplica un redondeo al alza realista, se puede hablar, como mucho, de unas 2.000 personas.

Esa reunión de Ecoaldeas, con presencia de 30 iniciativas, se celebró en una de las poblaciones de este tipo pioneras en España: Matavenero, en las montañas de El Bierzo (León). Desde hace unos pocos años es posible acceder a ella con buen tiempo por una pista de tierra, construida por la empresa que gestiona un parque eólico cercano. Pero el camino queda helado en invierno y el acceso sólo puede hacerse a pie, tras horas de caminata desde la localidad de San Facundo.

Matavenero y la vecina Poibueno, dos poblaciones abandonadas, comenzaron a ser ocupadas hacia 1989, en una iniciativa en la que tuvieron importante protagonismo ecologistas alemanes. Los pueblos, muy aislados en un valle escarpado, llevaban años abandonados, y los primeros repobladores vivían en tipis indios en lugar de reedificar sobre las casas, que habían ardido en sucesivos incendios. Su aislamiento, que dificultó el desarrollo de la comunidad, posiblemente ha hecho posible su supervivencia: nadie reclamó las ruinas, progresivamente ocupadas, las autoridades pasaron por alto su existencia, y hoy forman parte aceptada del paisaje de la comarca.

La mayor parte de los habitantes de Matavenero, que han llegado a ser 120 pero ahora andan más bien por la mitad, trabaja fuera del pueblo, ayudando en tareas agrarias o en la construcción, o vendiendo la artesanía que elaboran allí. Los niños -han nacido 35 desde la ocupación del pueblo, incluso hay algún nieto de fundadores- bajan al colegio de San Facundo. En las últimas heladas, sin embargo, buena parte de los habitantes que estaban fuera no pudieron volver durante días.

La comunidad toma las decisiones en un consejo, por votación, y por lo demás, cada cual hace su propia vida; existe la propiedad privada y se usa el trueque para cambiar bienes y servicios. Los nuevos deben permanecer un año viviendo en alguna de las casas comunes rehabilitadas antes de que el consejo les autorice a construir la suya: en particular, se quiere que sufran un invierno -con duchas en la cascada del río incluidas-, para evitar abandonos.

Las normas comunes son, sobre todo, de carácter ecológico: prohibición de motores en el interior de la localidad, uso de paneles solares para conseguir energía eléctrica, se desaprueba el consumo de alcohol fuerte, tabaco o drogas; y empleo de letrinas secas, en las que los desechos se utilizan para compost. Sólo existe un teléfono en el pueblo y sólo se atiende una hora al día. Hay una jornada de trabajo comunal, el jueves; en esas sesiones construyeron el llamado Dome, en el que se celebró la reunión de Ecoaldeas. Entre los asistentes a esa reunión se encontraban representantes del proyecto valenciano Puente del Arco Iris. Una veintena de adultos -con una decena de niños- están a punto de formar una cooperativa para adquirir una finca de 100 hectáreas a unos 40 minutos de Valencia, y marcharse a vivir, confían, durante esta primavera.

"No hay ningún modelo similar al que nosotros queremos desarrollar, ahora mismo, en España", explica uno de sus fundadores, Manuel Alamar. En su casa y terrenos adjuntos, los integrantes del grupo practican la albañilería -incluyendo la construcción con materiales alternativos como balas de paja- y la agricultura.

La diferencia básica entre Puente del Arco Iris y otros proyectos es su deseo de convertirse en modelo, su mayor conexión con la sociedad; por ejemplo, piensan llevar a cabo todo su desarrollo legalmente, "sin la tensión que supone estar ocupando ilegalmente un lugar", pagando impuestos y llevando a cabo todas las gestiones que correspondan. Alamar se entusiasma cuando explica sus motivaciones para escapar del contexto urbano: "Estoy seguro de que hay mucha gente que, cada día, se pregunta si vale pena trabajar 40 años en algo que no le gusta para pagar la hipoteca de un piso minúsculo o si compensa estar siempre esforzándose para conseguir tan poco. Vivir es mucho más sencillo. Esperamos demostrárselo a mucha gente que tiene esas dudas".

El terreno que pronto comprarán los cooperativistas de Arco Iris no tiene la calificación de suelo urbanizable, muy costosa. Les sale a 10.000 euros por adulto, reembolsables en caso de abandono de la comunidad. Vivirán inicialmente en unas ruinas comunales, para luego ir construyendo poco a poco, con prudencia para no vulnerar las leyes urbanísticas. Hablan de compartir bastantes propiedades, no sólo vivienda: también coches o ciertos bienes. Esperan vivir de la agricultura, así como de tareas diversas por la comarca, e incorporar paulatinamente -a medida que se acerquen a los 100 habitantes que tienen como objetivo- labores como educación y alojamientos rurales.

"No nos da miedo trabajar, pero esperamos, a medio plazo, conseguir una gran calidad de vida con un esfuerzo no muy grande", explica Alamar, que está "impaciente" por echar ya su primer partido de fútbol con los compañeros, en su propia tierra. Admite cierta "preocupación espiritual" considerando la espiritualidad "como algo personal y de sentido común, sin que te aleje de la familia o los amigos". Además, pondrán en práctica las tres erres básicas de la vida ecológica: reciclar, reducir y reutilizar.

La crisis económica ha hecho que más gente se interese por el proyecto. "A veces hemos comentado que llegamos dos o tres años tarde, que si tuviéramos ya toda esa andadura podríamos cumplir nuestro objetivo de servir también de ejemplo para otras personas que tengan nuestras mismas inquietudes. Las dificultades administrativas son grandes, pero creo que estamos encontrando ya un camino que puede ser útil para otros". Diversas comunidades en distintos puntos de Europa, como Findhorn, en Escocia, o Sieben Linden, en Alemania, llevan décadas de existencia con un funcionamiento similar.

Además de las ecoaldeas, existen otras comunas de corte más ligado al hipismo o los movimientos contraculturales de los años sesenta, en particular en las islas Baleares, aunque ninguna ha tenido una vida continuada desde entonces. La navarra Lakabe, considerada como decana de las ecoaldeas -fue creada en 1980-, supone, por su combatividad y longevidad, una suerte de eslabón perdido entre esas comunas y las actuales.

También existen otras comunidades, ligadas al cristianismo. Al fin y al cabo, históricamente, los que deseaban retirarse del mundo encontraban la salida en el monacato. Además de las conocidas comunidades de religiosos ordenados, existen otras a las que tienen acceso seglares, incluyendo parejas.

La más afamada en España es Turballos, en la serranía de Alicante. Sus portavoces se niegan a permitir el acceso de periodistas a sus instalaciones, aunque sí invitan a título personal a quienes les llaman para visitarles. Fundada hace 30 años por el sacerdote Vicente Micó, se declara "Comunidad Ecuménica, de la No Violencia y Desnuclearizada". Residen de forma fija una veintena de personas. El pueblo ha sido bellamente restaurado y mantiene buenas relaciones con sus vecinos.

La vida de Turballos se reparte entre la oración y el trabajo, con cuyos frutos se mantienen. Siguen la ideología de un italiano discípulo de Gandhi, Giuseppe Lanza del Valle, que falleció en la comarca tras una vida aventurera en lo mundano y lo espiritual. "Nos esforzamos para limitar nuestras necesidades y no caer en el consumismo que contribuye a la explotación del Tercer Mundo". La comunidad es estrictamente vegetariana, y realiza una jornada de ayuno y silencio los viernes. Los rezos no responden estrictamente a la ortodoxia católica actual: "Acogemos a toda persona independientemente de sus creencias religiosas, respetando su camino y su fidelidad a su tradición".

Además de las alternativas ecológicas y espirituales, otras apuestas siguen vivas en algunos puntos de España. Es el caso de Marinaleda, localidad de Sevilla de 2.700 habitantes, famosa por ser el origen del Sindicato de Obreros del Campo, y en la actualidad prácticamente comunista. El fundador del Sindicato, Juan Manuel Sánchez Gordillo, es alcalde desde hace casi tres décadas con mayorías absolutas imbatibles. Tras años de lucha, Marinaleda consiguió expropiar las 1.200 hectáreas de un cortijo propiedad del Duque del Infantado. El producto de la tierra -alcachofas, pimientos, aceitunas- se transforma en ocho cooperativas que dan trabajo a todo el pueblo. Oficialmente, no hay desempleo y todos cobran lo mismo, algo más de mil euros.

El pueblo afrontó el problema de la vivienda con métodos similares: todo el suelo rústico fue municipalizado y se abrió la puerta a que cualquier residente se construyera su vivienda de 90 metros cuadrados, con la ayuda de albañiles del ayuntamiento. El propietario paga los materiales y luego una renta vitalicia de 15 euros al mes.

Sánchez Gordillo es acusado poco menos que de estalinista por sus rivales políticos, y es un hecho que en las últimas ocasiones en que representantes destacados de otros partidos pasaron por Marinaleda hubo desórdenes públicos notables. Sin embargo, él exhibe la situación de su pueblo y argumenta que en él se da el mejor ejemplo contra la crisis: "Esto no ha sido más que la demostración del fracaso total del libre mercado. La única alternativa es el empleo público. En cuanto al Gobierno, que deje de dar dinero a los bancos, y ayude al pequeño campesino y al jornalero".

La vida roja de Marinaleda se extiende a lo cotidiano, por ejemplo con un calendario propio de festividades. La Semana Santa, es allí la Semana por la Paz, con actuaciones de Paco Ibáñez o Jarcha en lugar de procesiones. Ni siquiera los domingos son exactamente festivos. Una o dos veces al mes, se convoca una jornada de trabajo. "Apenas se pagan impuestos, pero de vez en cuando hay que reunirse todos para hacer obras públicas. Yo me paseo el día antes por el pueblo con un megáfono para avisar, y casi todo el mundo contribuye, salvo que tenga algún problema personal", afirma el alcalde.

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