No dormimos lo que debemos

Los españoles dedicamos al sueño una hora menos al día que el resto de Europa. La falta de descanso incide sobre la memoria y favorece la obesidad. Sepa cuánto hay que dormir a cada edad.

MARÍA SÁNCHEZ-MONGE

La subida de las hipotecas, el trabajo, los hijos... Cualquier pretexto, sea voluntario o impuesto, es bueno para dedicar menos horas al sueño. En las últimas décadas hemos ido ajustando nuestro horario al del resto de europeos, pero sólo en la franja matutina. Seguimos acostándonos más tarde porque la jornada laboral termina al anochecer, cenamos muy tarde y lo de conciliar el trabajo con la familia no lo llevamos demasiado bien. Al final, dedicamos a la reparación del organismo una hora menos al día. Esto no tendría importancia si el descanso fuese sólo una cuestión de bienestar. Sin embargo, algunos estudios relacionan un escaso reposo con problemas de salud graves, como la obesidad.

En torno a un 20% de los niños entre seis y 12 años sigue despierto después de las 10 de la noche. La televisión tiene su parte de culpa, pero Óscar Sans, uno de los coordinadores de la Unidad de Sueño Infantil del Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona, expresa la que, según su experiencia, es la principal razón por la que los más pequeños duermen mal: «Los padres no establecen límites».

Curiosamente, el síntoma indicativo de la falta de sueño durante la infancia no es siempre la somnolencia. En gran parte de los casos, esta carencia se presenta en forma de hiperactividad, lo que no quiere decir que los chavales padezcan este trastorno, sino que se mueven para mantenerse despejados.

El especialista hace hincapié en una creencia extendida: que los niños «tienen que dormir a partir de cierta edad como adultos». Nada más lejos de la realidad. Un crío de nueve años precisa estar acostado durante un mínimo de 10 horas al día.

Los recién nacidos duermen de 16 a 18 horas diarias, mientras que los que se encuentran en edad preescolar lo hacen alrededor de 12. Durante la infancia se produce la maduración cerebral y el crecimiento, para lo que resulta esencial el sueño. Algunas secreciones hormonales indispensables para estos procesos se producen durante la noche. El sueño estimula, asimismo, el sistema inmune.

Sin embargo, los bebés no tienen ajustados sus ritmos circadianos (o «reloj interno») a los ciclos de luz y oscuridad. Por esta razón, reparten sus cabezadas de forma equitativa entre el día y la noche, en ciclos de cuatro a seis horas. Despertarse, comer y vuelta a dormir.

A medida que van creciendo, no sólo disminuye el tiempo que dedican a este cometido, sino que se va agrupando cada vez más durante la noche gracias a los estímulos que recibe su sistema nervioso central. Tanto las señales luminosas como sus padres les ayudan a aprender que cuando se pone el sol es cuando deben acostarse.

Hacia los seis años, el niño ya duerme únicamente entre 10 y 11 horas, con o sin descanso diurno a mitad de tarde.

Los representantes de diversos colectivos que conforman la Asociación para Racionalizar los Horarios Españoles creen que una de las razones para la armonización con el resto de Europa es que necesitamos dormir más. Según exponen, cuando los extranjeros visitan nuestro país por primera vez y observan nuestros madrugones, las jornadas interminables, los almuerzos copiosos, las cenas tardías, los horarios televisivos... y preguntan sorprendidos: «¿Cuándo duermen ustedes?».

Los especialistas en trastornos del sueño no consideran descabellada la pretensión de adaptar las agendas a las del resto del continente. Para Francisco Javier Puertas, presidente de la Sociedad Española del Sueño, sufrimos en mayor medida «una falta crónica de reposo que influye en nuestro estado de salud. Estamos más fatigados durante el día y esta mayor somnolencia afecta a nuestro rendimiento laboral y académico».

Diego García-Borreguero, director del Instituto de Investigaciones del Sueño, cree que la pérdida de horas de descanso también puede establecerse en relación a épocas pasadas. «Si comparamos lo que se dormía a comienzos del siglo XX con las cifras actuales, podemos concluir que a lo largo del siglo pasado hemos perdido aproximadamente una hora y media de sueño», asevera el especialista.

Pero los expertos aclaran que tan sólo disponemos de aproximaciones, ya que no existen estudios epidemiológicos sistematizados sobre esta cuestión. Tal vez por este motivo, Antonio Vela, director del Laboratorio de Sueño Humano y Cronobiología Aplicada de la Universidad Autónoma de Madrid, considera que «quizá persiste un cierto estereotipo». En este sentido, no le parece una mala cifra las 7,4 horas diarias que, según la última Encuesta Nacional de Salud, dedican como media los españoles al reposo.

Hay un punto en el que convergen todos los que se dedican a este campo: cada persona tiene unas necesidades específicas y los requerimientos de descanso no son una mera cuestión de estilo de vida.

En los experimentos de privación del sueño se ha comprobado lo que ocurre cuando un individuo está varios días sin pegar ojo. Lo primero que aparece son variaciones del estado de ánimo, cansancio y somnolencia. En una segunda fase surgen síntomas neurológicos leves, como la alteración de los reflejos. Se empiezan a ver, asimismo, cambios en el tiempo de reacción y «en algún momento comienzan a producirse crisis epilépticas», precisa García-Borreguero.

Por razones éticas, no se ha podido investigar qué ocurre ante la ausencia total de reposo, pero sí se ha observado que las personas que habitualmente duermen menos de lo que necesitan, presentan, a medio y largo plazo, hipersomnolencia diurna, una disminución de la atención y la memoria, ansiedad, estado de ánimo depresivo... «Lo más importante», señala el experto, «es que esta privación crónica produce anomalías en la secreción de algunas hormonas», lo que puede afectar a diversas funciones y algunos estudios apuntan a la posible relación con la destrucción neuronal.

En los últimos años se está investigando otra consecuencia de la falta de descanso que puede ser aún más grave: la disminución de la tolerancia a la insulina, que lleva a desajustes endocrinos. De esta forma, el sueño sería, junto con la práctica de ejercicio físico y una alimentación adecuada, un seguro contra la obesidad, las enfermedades cardiovasculares y la diabetes.

Aún quedan muchas preguntas en el aire. La más elemental, ¿por qué necesitamos dormir?, aún no cuenta con una respuesta completamente satisfactoria. Antonio Vela contesta con otro interrogante: «¿Para qué sirve estar despierto?»

Cuestiones filosóficas aparte, la restauración de las funciones fisiológicas y psíquicas es, hoy por hoy, la explicación más comúnmente aceptada. También existe un amplio consenso sobre la mayor necesidad de sueño durante la infancia, que es el periodo en el que se sientan las bases para el correcto desarrollo de nuestra existencia.

http://www.elmundo.es/suplementos/salud/2008/770/1221861603.html